miércoles, agosto 31, 2005

Encuentros

A menudo nos tropezamos en el camino con personas –muchas veces fugazmente– que aparecen en nuestras vidas sólo para dejarnos un mensaje. Seres que con palabras cargadas de sabiduría y sencillez nos permiten comprender nuestras fallas o nos confrontan con la búsqueda y realización de nuestros sueños y la obtención de la felicidad.

No son encuentros gratuitos ni casuales, en ellos vemos claramente la presencia de Dios que con cada vocablo nos cuestiona amorosamente y, de esta manera, nos permite descubrir herramientas para diseñar un plan de vida. Así pues, son enseñanzas que impactan y dejan huella.

Al respecto, dos años atrás un día de esos que se siente que el mundo se viene encima, pase por el lado de un hombre y una mujer vestidos con ropa sucia y vieja, seres que llamamos en nuestro medio como “indigentes”, quienes era indudable trabajaban en la calle recogiendo cartones y chatarra que amontonaban en una carretilla. Personas que evidentemente no tienen las comodidades a los que tantos estamos acostumbrados.

Pero, ¿qué tiene de particular este encuentro? Al pasar por su lado escuché a la señora diciéndole a su compañero: “Gracias a Dios nunca nos ha faltado nada”. Pensé entonces en lo afortunado que soy al tener un techo, una familia amorosa, el alimento y el vestido de cada día, entre tantas cosas.

La anterior experiencia la cuento con frecuencia, porque es un bonito ejemplo de gratitud hacia Dios que me puso a meditar sobre la manera como nos entristecemos por situaciones –la mayoría de veces– que no son relevantes. Afortunadamente, nos encontramos en el camino a seres tan sabios, que incluso en su pobreza, le dan gracias a Dios por lo poco que tienen y me atrevo a escribir: son felices.

Experimentamos así en esos misteriosos encuentros una realidad: Dios nos habla a través de nuestros hermanos, nos ama demasiado y, sin duda, se vale de ellos para permitirnos crecer y ser mejores individuos.

Foto: Og

jueves, agosto 18, 2005

Los habitantes de la calle

A bordo de los buses urbanos somos partícipes con frecuencia de toda clase de ventas ambulantes, espectáculos o historias de vida; así, un día cualquiera se subió un hombre con rostro nostálgico y apariencia debilitada por los sinsabores de la vida a ofrecer poemas de su autoría escritos en pequeños trozos de papel.

Un corto pero sobrecogedor poema, que él mismo leyó, narra el sufrimiento y la marginalidad de tantos seres que viven para muchos en universos totalmente lejanos y desconocidos:

“El tiempo nos hace desechables,
nos baja la mirada.
Nos arrastran por el piso las angustias,
rondamos por la basura del ayer,
mendigamos días blandos de cartón,
descartamos el enigma del futuro.
Las palabras tiemblan y se caen.
Cuando el tiempo nos hace desechables
tejemos con retazos nuestros años,
con miedo nuestras noches”.

La estrofa es firmada por “el costeño”, un habitante del Cartucho en Bogotá, pero es el reflejo de tantos y tantos que debajo de los puentes o en las desoladas y frías noches duermen sin un techo, un alimento y la incertidumbre del día por llegar.

Habitantes de la calle, inquilinos como nosotros de un planeta llamado Tierra.

Foto: Og